Capri
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La isla encantada del Mediterráneo
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Marina Grande - Capri
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Por Víctor Montoya
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En Italia, cansado ya de comer pasta y mozzarella, decidí marcharme a Capri, a 17 millas marinas al sur de Nápoles.
Aquella mañana, de cielo intensamente
azul, me embarqué en el muelle Berevello y fijé mi asiento en la popa del
vapor para contemplar el magnífico escenario de la ciudad napolitana, cuyas
casas extendidas a lo largo de la costa, salpicadas de gaviotas y cubiertas
de neblina, parecían flotar en medio de la ascensión de las aguas.
Mientras el vapor ganaba la
distancia, recordaba las leyendas de las míticas sirenas, quienes, tendidas
sobre las rocas de las islas del Mediterráneo, solían desviar el rumbo de las
naves y atraer con su canto a los marineros más audaces, que Ulises, el Rey
de Itaca y héroe del sitio de Troya, ordenó a los tripulantes atarlo en el
mástil mayor para no caer seducido. Al expirar este recuerdo, alimentado por
el poema épico de Homero, vislumbré la isla de Capri, alzándose entre el
cielo y el mar.
Cuando el vapor atracó en el muelle,
me apeé en el puerto de Capri, que se abre al mar a lo largo de una playa
infinita y una plazuela trepando hacia los montes cual manada de cabras.
Inmerso ya en una topografía pintoresca, poblada por una exuberante flora
mediterránea, pude ver las casas dispuestas en forma de anfiteatros, con sus
terrazas y bóvedas alargadas, sus pórticos y ventanas mirando el horizonte
del mar, y sus fachadas calcáreas, reavivadas por el rojo pompeyano, más rojo
todavía bajo el luminoso cielo azul. Entonces, sin poder controlar el estupor
ni la emoción, ascendí por un laberinto de callejuelas angostas y empinadas,
hasta llegar al centro de Capri, conocida como la Piazzetta, desde cuyo
mirador, que parecía una terraza suspendida en el vacío, pude contemplar las
grandes rocas aflorando de las aguas y las fértiles pendientes, donde
resaltan los frondosos olivares y la copa de los pinos marinos, y, a lo
lejos, la inconfundible silueta de Isquia y el golfo partenopeo, dominado por
la inquietante figura del Vesubio.
Al mediodía, cuando el estío se hizo
implacable, venciendo a las brisas languidecientes, me acerqué a uno de los
bares de la Piazzetta en medio de un torbellino de sombrillas y de peatones.
Sequé el sudor de mi frente y me senté a la sombra de un quitasol, como quien
busca un poquito de aire fresco. Pedí una cerveza para aplacar la sed y el
cansancio, y me entretuve observando a un grupo de ingleses y a una pareja de
japoneses que pintaban la clásica Torre del Reloj, cuya cúpula alberga unas
campanas que doblan cada hora. En esos instantes de plácido sosiego, vi un
desfile de mujeres despampanantes que, haciendo gala de su belleza, llevaban
sombreros de paja, cestos de mimbre y zapatillas de esparta.
Al cabo de beber la cerveza, que casi
siempre es un buen modo de relajarse del calor sofocante, me quedé pensando
en la grandiosidad de este sitio que, desde los tiempos en que los colonos
griegos establecieron la acrópolis en el siglo V a. de J.C., constituye un
verdadero paraíso para la meditación y la creación artística,
El emperador Augusto, al retornar de
las campañas orientales el año 29 a. de J.C., desembarcó en la isla
deslumbrado por su belleza y mandó a construir suntuosas villas para
disfrutar en los veranos. A la muerte de Augusto, su hijo adoptivo Tiberio,
quien heredó el Imperio Romano, heredó también el amor por Capri, del cual
hizo su asilo dorado, donde pasó el último decenio de su vida. Con el
transcurso del tiempo, en este mismo lugar, hecho de asombro y maravilla, se
refugiaron varias personalidades de honda sensibilidad, como los poetas que
un día vinieron a comer y se quedaron para toda la vida.
A pocos pasos de la Piazzetta, en un
estrecho pasadizo, quedé sorprendido por la arquitectura de estilo barroco de
la iglesia de San Esteban, cuyo piso interior, cerca del altar mayor, luce un
valiosísimo solado de mármol, constituido por una serie de incrustaciones
policromas. Pero mayor fue mi sorpresa al salir de la iglesia y enfrentarme a
un vericueto de callejuelas serpenteantes, que permiten a sus habitantes
darse la mano de balcón a balcón. De manera que cualquier caminante,
acostumbrado a las grandes urbes, experimenta la sensación de estar en un
burgo medieval, subiendo y bajando por callejuelas que a menudo confluyen en
placitas, en las cuales se entrecruzan otras callejuelas caracterizadas por
rampas de escaleras. Y por donde quiera que uno vaya, está siempre rodeado de
platas que florecen hasta en los sitios más recónditos y sinuosos. Toda esta
vegetación remata en los Jardines de Augusto que, aparte de ser el pulmón de
la isla y un parque propicio para vivir un romance inolvidable, es un mirador
desde el cual se puede abarcar una de las vistas panorámicas más espléndidas
de la costa capriota. Es decir, las acantiladas escolleras y las siluetas de
los Farallones, esos colosos de roca que se alzan hacia la concavidad del
cielo emergiendo de las profundidades esmeraldinas del mar, como obeliscos
esculpidos por la naturaleza y el tiempo.
Por mi parte, no conforme con mirar
los Farallones desde los Jardines de Augusto, descendí por un sendero
empedrado que, de tantos andares y desandares, está lozanamente pulido, y que
uno, al primer resbalón, puede ir a dar en el vacío. Estando ya abajo, entre
bañistas tendidas sobre las rocas como sirenas modernas y los cambiantes
reflejos de las transparencias marinas, me imaginé a los Farallones cual
monstruos petrificados en la prehistoria; obsesión que se me intensificó
cuando atravesé con la mirada por debajo del arco natural, que formaron las
erosiones concediéndole un atractivo singular.
Después fui a Anacapri, atraído por
la curiosidad hipnótica de mirar las ochocientas gradas empinadas de la
Escalera Fenicia, tallada en roca viva desde la costa norteña de la isla
hasta el centro de Anacapri; única construcción rupestre que se ha conservado
desde la colonización griega y romana. No muy lejos de la escalinata, que me
provocó una sensación de vértigo, está el museo de la villa de San Michel,
construido por el investigador y médico sueco Alex Munthe, con la intención
no sólo de vivir en ella, sino también de coleccionar y conservar una serie
de obras de arte, que en la actualidad son verdaderos motivos de admiración.
El atrio está adornado con bajorrelieves, cabezas de bronce greco-romanas y
las paredes están decoradas con antiguos fragmentos de mármol y alabastro,
más una serie de epígrafes funerarios. La habitación luce una cama del siglo
XV y tiene muebles del renacimiento florentino, esculturas de bronce y un
bajorrelieve de mármol del periodo imperial, representando a Apolo mientras
ejecuta la lira. En el despacho, cubierto con mosaicos que representan un
motivo pompeyano, se guardan objetos antiguos como una cabeza de joven de
terracota y una cabeza de Medusa que, según se cuenta, fue recuperado por
Munthe de las profundidades del mar, frente a los Baños de Tiberio. El salón
adyacente está dominado por muebles rococó de tipo veneciano y está separado
del despacho por columnas de mármol africano, que sostienen un elevadísimo
capitel. En la galería de las esculturas despierta la atención del visitante
un busto de mármol representando a Tiberio y una reproducción romana de
origen griego del siglo IV, que representa a Ulises. Cuando retorné al puerto
de Capri, en un pequeño y repleto autobús, sentí como si descendiera del
cielo a la tierra por una carretera angosta y zigzagueante. Ya en el puerto,
no muy lejos de una columna romana plantada en el muelle, alquilé una barca
de remos para costear la isla y avistar las escarpadas rocas abriéndose en
decenas de fisuras y concavidades. Además, desde el mar se pueden apreciar
los vestigios de los Baños de Tiberio, donde el emperador vivió sus últimas
aventuras amorosas y se zambulló para escapar del calor estival. Aunque
Tiberio era ya demasiado viejo cuando se retiró a Capri, algunos de sus
biógrafos lo describen como un hombre cruel, acostumbrado a torturar y
ejecutar a sus súbditos, haciéndoles dar un salto mortal desde la cumbre más
elevada, conocida hoy como “El salto de Tiberio”, y de la cual no queda más
que la belleza salvaje de las rocas desplomándose hacia un mar increíblemente
diáfano.
Más tarde, como lo tenía previsto, la
barca se aproximó, a golpes de remo y orillando la costa, hacia la Gruta
Azul. Cuando la vi de cerca, varias ideas se me agolparon en la mente, pues
estaba ante una de las cuevas marinas más famosas del mundo, que durante
siglos generó supersticiones y confabulaciones míticas; unos creían que
estaban habitadas por hermosas sirenas, en tanto otros, infundiendo un hálito
de terror y sembrando el pánico, aseveraban que la Gruta era un recinto de
brujas y cuna de criaturas monstruosas. No obstante, el emperador Augusto y
su sucesor Tiberio ordenaron forrar las paredes con mosaicos y conchas
marinas, para así zambullirse en sus aguas y pescar mújoles y anguilas. Al
paso del tiempo, los misterios creados en torno a la Gruta Azul han servido
como fuentes de inspiración a pintores y escritores.
Apenas la barca abordó la entrada a
la Gruta, cuya abertura chata y angosta me obligó a bajar la cabeza para no
golpearme en la roca, divisé los espejos de las aguas transparentes, reluciendo
con una fosforescencia plateada. Adentro, asediado por estalactitas y
estalagmitas, experimenté un fascinante juego de luces que, por un instante,
me dejó perplejo y sugestionado. Mas apenas salí de mi asombro, pude
explicarme que esas maravillas cromáticas están determinadas por la
reverberación de la luz que se filtra por las aberturas de acceso y que, a su
vez, las transparencias azul cobalto se deben a la luz que se filtra a través
de una abertura submarina.
Al abandonar la Gruta Azul y salir a
mar abierto, quedé cavilando en que la luz del día era el alma de Capri, como
si toda la isla fuese un gigantesco disco cromático. En la mañana es
resplandeciente y viva, exalta los contrastes entre la vegetación, el azul
intenso del cielo y los cambiantes reflejos del mar. Al descender el sol a su
ocaso, con sus matices rosados, la isla adquiere tonalidades suaves y
difusas, hasta desvanecerse en el crepúsculo. Por la noche, ni bien se
encienden las luces de las casas y las callejuelas, ganando la oscuridad de
Capri, los pescadores isleños desatan sus barcas ancladas en los muelles,
recogen sus anchas redes y se hacen a la mar entre lámparas de acetileno.
Mi feliz estadía en Capri, desde un principio, caló hondo en mi
memoria; tan hondo que, al zarpar el vapor rumbo a Nápoles, concebí la idea
de que si alguna vez se me da la opción de elegir un lugar para refugiarme
del bullicio mundano, elegiría, sin pensar dos veces, Capri, la isla
encantada del Mediterráneo.
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viernes, 6 de septiembre de 2013
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